domingo, 8 de agosto de 2010

El Amor de Ciegos

1
Entregar la vida
a la muerte.

Saborear por un momento,
el óxido en los labios.

El craquelado de la piel;
el fluir de la saliva,

el tacto de un dedo furtivo
recorriendo el cuello,
resbalando por la espalda…

los ojos…
-al final siempre hay que mirarse
a los ojos-. Me decían.

-Pero si somos los dos ciegos-.
respondía yo cabizbajo.
-Eso es igual, tú mira-. Contestaban.


Y lo hacía.

Y no veía nada.

Y la miraba igual.

Con todas aquellas curvas en las manos,
las caderas firmes y
el vientre abombado.


Contemplaba absorto;
Su risa perfecta de esferas
La arruga incipiente en el párpado
El color del iris.

¿Serían de miel?
¿De azabache quizá?
¿De cielo tal vez?


Daba igual.
Yo los recorría amoldándolos,
Componiéndolos como un puzzle
sin estrenar.


2
Entregar a la muerte,
la vida.

Y fue fugaz, como el recuerdo de un extraño.

Las manos dejaron de esgrimirse,
como cuchillas tentadas a cortarse.

Lloraban. Todos lloraban.
No sabía porqué, pero todos lloraban.

Yo moldeaba en la piel del aire
Su rostro fenicio y escuchaba;

¡Ay! ¡Que a la niña se le apagaron los ojos!

¿Serían de miel?
¿De azabache tal vez?
¿De cielo quizá?

No importa.
Yo seguía formándola en el aire;
En la arena de las calas;
En el agua de los ríos.


La creaba una y otra vez;
Recomponiendo su cuerpo
como quien recuerda un mapa.

Alegrando mi alma con el destello de su risa,
La placidez de su recuerdo,
El amor de su cuerpo.

Faltaban los ojos.
No importa, era perfecta.

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